Sanar el cuerpo emocional



Las heridas emocionales son iguales que una herida en la piel. ¿Cómo procede el médico cuando tenemos una herida en la piel, una infección, por ejemplo?

Imaginá cómo se ve. En el brazo podría ser, o mejor aún, para que la veamos más y nos impida tocar y/o escribir en un teclado como ahora, en la parte superior de la mano. Tengo una mancha que se está volviendo roja y empieza a doler, pero no quiero ir al médico porque estoy ocupada trabajando y con otro montón de cosas cotidianas.

Esa mancha roja comienza, cada vez más, a ponerse negra, azulada. Realmente se me está pudriendo la mano, pero tengo mucho miedo de ir al médico y que me escarbe y me duela aún más.

La dejo ahí, pero la veo, me molesta y me duele un poco. Las personas vienen y me preguntan qué me pasó en la mano. Yo respondo: "No es nada" o "Habrá sido un golpe". Pero ésta se empieza a hinchar a medida que pasan los días.

Me la golpeo sin querer contra algo que ni me acuerdo y se abre. Me la tapo con una gasa y sigo...

Así pasan los días. Tengo todas las herramientas y artimañas para, aunque me duela un poco y me moleste, ir tapando y pasando el momento. Pero ya me está molestando que todos me pregunten y la vean.

Es tan parte de mí esa herida que es común ir tapándola cuando se pone peor y destapándola cuando parece mejorar. Pero ahí abajo se está gestando una terrible convulsión. De todas formas, no tengo idea.

Las personas que se acercan me dicen: "¿Cuándo vas a ir a hacerte ver la mano?". Yo me contesto para adentro: "Qué pesados, a mí ni me molesta, ¿qué les importará si es mi mano?". Y así pasan los días, las semanas y los meses, y ya es parte de mí la mano machucada, violácea, que llama la atención de todos y cada vez menos la mía.

Hasta que un día decido, aunque me pese, ir al médico, sabiendo lo que va a pasar y que no me va a gustar.

Llego a la policlínica de la zona y me atiende el primer enfermero de guardia. Cuando ve mi mano, los ojos se le agrandan hasta casi tocar sus cejas. Mira disimuladamente a la compañera que se encuentra atrás mío y ella lentamente se acerca, ojea mi mano, pone cara de asco y dice: "Eso está realmente feo, llamá al cirujano".

Iba preparada para lo que estaba sucediendo. Lo había evitado lo suficiente como para seguir cargando con ella.

Vino el cirujano y, con ayuda del enfermero, me rasparon, escarbaron a sangre fría. Yo no miraba, pero el dolor era tan grande, tan pero tan grande, que por momentos se tornaba insoportable. Me mordía, tensaba todo mi cuerpo desde la punta de los dedos de los pies hasta la piel que cubre mi cráneo. Era tanta la tensión que acompañaba el dolor y mi mandíbula apretando con toda mi fuerza unos guantes de cuero negro, que fue lo primero que logre alcanzar cuando comenzó esa tarea. Los gemidos salían ensordecidos, aguantados por el cuero de dicho guante. Los dos se miraban, cómplices, y parecían disfrutar de mi dolor.

Yo sentía que me estaban agujereando la mano y que me quedaría un hueco imposible de llenar, que quizás me tendrían que sacar algún pedazo de carne de otro lugar de mi cuerpo (que, de hecho, no era mala idea) y ponerla ahí, en mi mano. Solo quería volver a tener mi mano sana, sin agujero, aunque sea morada, renegrida, pero mi mano ahí, tal como estaba antes. La necesitaba para cumplir mi sueño. La necesitaba para escribir lo que hace tiempo está esperando ser escrito. Todo eso y mucho más, conjuntamente con el dolor, se manifestaba en ese instante que pareció durar horas, décadas, hasta siglos.

Cuando acabaron, solo habían pasado 5 minutos. Cuando miro mi mano, no había ningún hueco que llenar. Estaba todo como tenía que estar.

Me sentí un poco estúpida de no haberlo hecho antes. "No fue para tanto", me decía a mí misma. Estaba medio estupefacta por lo que había pasado, con las miradas del cirujano y el enfermero que me intimidaban. Sentía que me miraban entre serios y enojados, y me despidieron con un seco: "Que no vuelva a suceder". Salí muy enfadada con ellos.

Mi mano, si bien no se veía impecable, a medida que pasaban los días iba sanando y se iba tornando de su color original. Ya se estaba pareciendo más a su compañera: la mano izquierda.

Esto me llevó a pensar sobre las otras heridas. Las otras, las que no se ven físicamente. Ésas, ésas otras. Sí, ésas. Ésas mismas. Justo las que se te vinieron ahoramismito a la mente. Esas heridas, sí, decilo alto. Nadie escucha, sólo estamos tú y yo, yo y tú, y nadie más. Decilo o vas a hacer lo mismo que con la mano. Ésas, sí, las heridas emocionales. Esas que también todos se dan cuenta menos tú. Esas que calaron hondo hace décadas, cuando apenas eras un niñito y ahora ni te acuerdas, pero eres un adulto con nanas de niño. Y hay algo que no coincide. Esos sí son berrinches no identificados, necesidad de amor, de perdón, de reconocimiento, enojos escondidos, quedados en el olvido.

Abrir esas heridas no se hace con un escalpelo y no se limpian con agua esterilizada. Esas heridas también se tienen que abrir y la menesunda también tiene que salir, para luego poder limpiarla. Pero ¿cómo hacemos con todo eso? Cuando la tensión en el cuerpo por heridas abiertas invade, los enojos vuelan por doquier, la bronca ya no puede con los pobres dientes que soportan la fuerza contenida. Las lágrimas no alcanzan cuando lo cotidiano no deja espacio a sentir el cuerpo y hacerle lugar a tanta emoción escondida y disfrazada durante tantos años. Y esto hace explotar en ira y violencia contra los supuestos perpetradores, que también fueron perpetrados. Y resulta que todo esto fue por amor, ¿por qué otra razón sino?

Fue por amor, con amor y desde el amor. Y ahora sí puedo entrar a: ¿qué amor? ¿Desde cuál amor? Y solo puedo responder: del que sabían, del que habían aprendido, del que les habían dado. El que, y de la forma que, desde generación tras generación, se viene transmitiendo de formas quizás desordenadas...

Comentarios